Un rey con dos coronas, y su pastelera señora
La puerta que abrió Jack Cade para Ricardo de York
El yorkismo se quita poco a poco la careta
Los Percy y los Neville
Ricardo llega a la cima, pero se da una hostia
St. Albans brawl
El nuevo orden
Si vis pacem, para bellum
Zasca lancastriano
La Larga Marcha de los York/Neville
Northhampton
Auge y caída del duque de York
El momento de Eduardo de las Marcas
El desastre de Towton y los reyes PNV
El sudoku septentrional
El eterno problema del Norte
El fin de la causa lancastriana
La paz efímera
A walk on the wild side
El campo de la cota abandonada
Los viejos enemigos se mandan emoticonos con besitos
El regreso del Emérito, y el del neo-Emérito
Rey versus Rey
The Bloody Meadow y la Larga Marcha Kentish
El rey que vació Inglaterra
Iznogud logró ser califa en lugar del califa
La suerte está echada. O no.
Las últimas boqueadas
Tras haber desembarcado en Inglaterra, Enrique había enviado sendos mensajeros a Talbot y a los Stanley. Les dijo que su intención era cruzar el Severn en Shrewsbury tener allí un encuentro con ellos; pero matizaba que, tal y como se habían puesto las cosas, difícilmente podría acercarse a dicho lugar por sí solo. En la práctica, el futuro de Enrique dependía casi totalmente de la actitud finalmente adoptada por Rhys ap Thomas, razón por la cual El Pilas se apresuró a ofrecerle la tenencia de Gales en el caso de que llegase a prevalecer. Funcionó, y el señor de la guerra galés aceptó finalmente mantener su primera palabra.
Así apoyado, Enrique Tudor pudo finalmente llegar a Shrewsbury.
Allí le estaban esperando heraldos con ayuda y dinero, y al día siguiente, en
Newark, Talbot se le unió con medio centenar de combatientes. No todo era color
de rosa, sin embargo, pues al día siguiente, en Stafford, Sir Guillermo Stanley
se presentó con una escolta minúscula y de hecho se quedó nada más lo que le
llevó fumarse un par de pitis. La verdad es que la posición de Willy no era
nada cómoda. Para poder salir de la Corte, Lord Stanley había tenido que dejar allí
a su hijo, Lord Strange, quien era, de facto, un rehén del rey. De hecho, el
rey, cuando había tenido noticias del desembarco de Enrique, había llamado Stanley
a Notthingham, aunque éste se había escaqueado pretextando estar enfermo. Su
hijo, entonces, había intentado escapar; pero lo pillaron. Cuando fue interrogado,
confesó que su tío (también llamado Guillermo) y Juan Savage conspiraban en
favor de Enrique; pero mantuvo la lealtad de su padre. En estas circunstancias,
Stanley le debió de decir a Enrique que, si bien estaba decidido a apoyarle, no
podría hacerlo hasta los últimos estadios de la rebelión.
Con esos mimbres, Enrique salió de Stafford camino de
Lichfield y Tamworth. Inicialmente marchaba sobre Notthingham pero, noticioso
de que el rey estaba acopiando sus tropas en Leicester, decidió marchar hacia
allí. Su estrategia, teniendo en cuenta lo limitado de sus tropas, era plantar
batalla lo antes posible, impidiéndole a Ricardo la formación de un ejército
más grande. En Tamworth se le unieron Walter Hungerford y Tomás Bourchier, ambos
antiguos miembros de la Corte eduardiana. Al día siguiente, Enrique tuvo una
reunión secreta con los Stanley en Atherstone. Enrique tenía urgencia por saber
finalmente qué iban a hacer los Stanley; pocas horas después, Juan Savage, miembro
del clan, llegó con tropas.
Como ya he dicho, en ese momento Ricardo se encontraba ya en
una situación en la cual sólo se fiaba de un círculo muy estrecho de parciales.
Tenía a su lado al duque de Norfolk y tenía, sobre todo, el apoyo de las gentes
del Norte, especialmente de York. Sin
embargo, la cosa no estaba tan clara en el caso del conde de Northumberland. A pesar
de haber sido claramente beneficiado durante la etapa ricardiana, Percy no parece
que estuviese muy contento. La cosa tiene lógica. Ricardo, siempre consciente
de que el norte de Inglaterra era el centro de su poder, ejercía allí de
gobernante, haciendo suyos los recursos y las almas; algo que, lógicamente, a un
señor feudal, acostumbrado a ser el dueño de vidas y haciendas, no le gustaba
demasiado.
A mediados de agosto, en todo caso, Ricardo ya tenía que estar
perfectamente informado de que Enrique había podido llegar a Shrewsbury sin ser
molestado; esto, con seguridad, le daba ya pistas del hecho de que contaba con
lealtades inesperadas para el rey. Sin embargo, contando con los efectivos que
se movían hacia Leicester al mando de Norfolk y Northumberland, lo más probable
es que estuviese razonablemente seguro del resultado de la batalla si se presentaba.
Así pues, de alguna manera ambos lados querían pelear lo antes posible.
Cuando Ricardo supo que Enrique había llegado a Lichfield,
Ricardo decidió salir de Nottingham para ir a Leicester. En las horas
siguientes estuvo buscando un campo de batalla que considerase adecuado, y
seleccionó uno en Bosworth. Sentó sus reales ahí para esperar.
A causa de su política de desconfianza extrema, en realidad
el rey apenas estaba rodeado de grandes casas nobles. Además de Norfolk y Northumberland,
y del rehén Lord Strange, estaban el conde Surrey (hijo de Norfolk), el vizconde
Lovell y los Lords Ferrers y Zouch. Aproximadamente una treintena de nobles
cortesanos, pues, decidió no implicarse en aquella mierda. En todo caso, el
ejército ricardiano era mucho más grande que el de Enrique.
La batalla se verificó en un lugar llamado Redmoor Plain, y
de la misma sabemos poco. Los historiadores sospechan que una parte significativa
de las unidades implicadas nunca llegaron a entrar en combate, pero la
información es difusa. Aparentemente, Ricardo diseñó una fuerte vanguardia al
mando del duque de Norfolk, detrás de la cual se situó él mismo con una fuerza
más pequeña pero escogida. En la mañana, cuando todo se estaba preparando, Ricardo
mandó mensajes a Stanley para que se le uniese, y éste se mostró esquivo,
aunque tampoco se declaró a favor del Tudor; probablemente, estaba esperando a
ver cómo se definía la movida.
Enrique contaba con una vanguardia, formada fundamentalmente
por arqueros y comandada por el conde de Oxford, que era ostensiblemente menor
que la vanguardia ricardiana. Su ala derecha la comandaba Gilberto Talbot, y la
izquierda Juan Savage. Detrás, el propio Enrique con una pequeña fuerza. Entre
ambas fuerzas había un pantano hacia el que Enrique avanzó con el sol en la
espalda. En cuanto el Tudor sobrepasó el pantano, Ricardo dio la orden de
atacar, primero los arqueros y después cuerpo a cuerpo. Las tropas de Oxford se
mantuvieron todas muy cerca de sus estandartes, para ofrecer una oposición
compacta. Ante esta actitud, la tropa de Ricardo se detuvo, tal vez porque
esperaba ser atacada en lugar de atacar. Pasada esta pausa, el conde de Oxford
efectivamente ordenó formar cuña y avanzar.
En medio de la pelea, Ricardo creyó identificar el pequeño
escuadrón de Enrique, y pensó que podría solucionar la batalla de una vez
enviando a sus tropas contra él. Efectivamente, Enrique, una vez que vio caer a
sus más fieles guardaespaldas, tuvo que luchar por su vida. Sin embargo, el
ataque, muy poco reflexionado, había tenido la consecuencia de aislar a Ricardo
de la casi totalidad de su ejército. Su gran esperanza era Sir Guillermo
Stanley, que se encontraba bastante cerca con sus 3.000 combatientes. Pero
Stanley no hizo lo que el rey esperaba, sino todo lo contrario. Qué se pasó por
la cabeza de Guillermo en ese momento, es algo que sólo podemos estimar, puesto
que no tenemos testimonios. Yo os daré mi opinión: la confluencia del reinado
de los dos hermanos, Eduardo y Ricardo, no podía ser del agrado de nobles que,
no se olvide, como nobles tardomedievales que eran, ambicionaban otros tiempos
o, más concretamente, eran más que probablemente incapaces de juzgar el paso de
los años y de los siglos en su contra. Eduardo había pulido la alta nobleza
inglesa y Ricardo había pasado de buena parte de ella, generando un gobierno
inglés absolutamente sectario y centrado en la voluntad de unos pocos, un clan
geográfico procedente de las feraces, y feroces, tierras del Norte. Enrique Tudor,
aunque en realidad estaba inaugurando una nueva época, era el único candidato
con reminiscencias Lancaster; de los dos, el que podía exhibir proclividad hacia
esos tiempos a los que, tal ver, Sir Guillermo quería regresar. Un país
infeudado, una Corte amplia y variada, un poder descentralizado. Yo creo, por
todo esto, que Sir Guillermo Stanley lanzó a sus tropas contra Ricardo para
recuperar un tiempo que no recuperaría, porque ya estaba muerto. Pero eso,
claro, él no podía saberlo.
La mayor parte de la tropa de Ricardo se desmoronó en su
moral cuando vio a los hombres de Stanley llegar arreando a cascoporro. En lo
que quedó de batalla fue cuando Ricardo dijo, literariamente, eso de mi reino
por un caballo. Pero no llegó el caballo y, de paso, también perdió el reino,
puesto que también se dejó la vida.
Con el rey Ricardo quedaron tendidos sobre los campos de la
meseta del moro rojo el duque de Norfolk, Lord Ferrers, Sir Roberto Brackenbury
o Sir Ricardo Radcliffe. Lovell y los hermanos Stafford, Tomás y Humphrey,
lograron huir y se refugiaron en sagrado en el monasterio de San Juan en
Colchester.
Stanley no había sido el único en quedarse a esperar antes
de tomar una decisión en plena batalla. Northumberland tampoco había casi
tomado parte en ella. Henry Percy, cuarto conde de Northumberland, no tuvo, o
no quiso tener, razones para batallar al lado de su rey, de un rey que le había
preñado de privilegios. Yo creo que un factor importante en esta decisión era
la juventud de Ricardo. El rey tenía cuando murió 32 años. Era como para pensar
que reinaría unas dos décadas más, por lo menos. Mi impresión es que el estilo
que había impuesto, con un poder rabiosamente personalista y cada vez menos
apoyado en la nobleza, habría podido llevar a la Corona inglesa por derroteros
que, lógicamente, un peer no podía sino repudiar. Al fin y al cabo,
Percy estuvo en Bosworth; otros, como he dicho, es que ni siquiera cogieron el
AVE. Da la impresión de que muy poca gente creía ya en Ricardo, que la batalla
de Bosworth más la perdió éste que la ganó Enrique.
Enrique Tudor fue aclamado rey de Inglaterra en el mismo
campo de batalla aquella misma tarde. Luego marchó hacia Leicester, donde el
cadáver desnudo de Ricardo fue expuesto públicamente para que nadie creyese
movidas. Su primer acto como rey fue enviar a Roberto Willoughby a Yorkshire
para tomar el control y llevarse a la Torre de Londres a su principal adversario
en el trono que, lógicamente, era el adolescente conde de Warwick, Eduardo,
hijo de Clarence y de Isabel Neville. Diciéndose Enrique el legítimo heredero
de la casa de Lancaster, controlar al heredero de la de York le suponía el
control total del poder en Inglaterra. En todo caso, el tema ya estaba claro,
puesto que Enrique había llegado donde había llegado gracias al apoyo
fundamental de nobles yorkistas que habían formado la Corte de Eduardo. Era, por
lo tanto, un York de facto.
Al fin y a la postre, sólo los Howard, que en buena medida
debían sus riquezas y grandezas a Ricardo, permanecieron fieles al rey muerto.
La cabeza de la casa, Tomás, fue apresado en Bosworth y enviado a la Torre.
Para Enrique, sin embargo, todavía quedaba un acto por
consumir. El Norte, el backbone del poder de Ricardo, bien consciente de
todo lo que perdía con el último suspiro de su rey, no estaba dispuesto sino a
morir matando. Jacobo III, el rey de Escocia, era muy enriquista; sin embargo,
los nobles que controlaban la frontera ya eran otra movida. Sin embargo,
Enrique supo ser listo. Inicialmente, había nombrado a Lord Strange como
guardián de las Marcas; pero muy pronto, en diciembre de aquel 1485, en cuanto
decretó la libertad de Percy, nombró al conde de Northumberland para el cargo.
El Norte, pareció entender el rey, tiene que ser administrado por un Percy, o
siempre será un puto problema (como demostración de ello, cabe decir que
incluso el
actual conde de Northumberland sigue siendo un terrateniente norteño).
A pesar de todo esto, en abril de 1486 en el Norte se
preparó una conspiración contra el rey. Los dos principales conspiradores
fueron Lord Lovell y Humphrey Stafford. A ambos los habíamos dejado en Colchester,
con los culos apretados contra el altar de San Juan, desde donde animaron una
revuelta. Enrique, sin embargo, se lo tomó con calma, pero al final les envió
un ejército al mando de su tío Jasper, ahora duque de Bedford. La oferta de perdón
a todo desertor por parte de Jasper provocó por sí misma la huida de Lovell,
que mucho no se debía fiar de su gente. Enrique VII, por su parte, marchó hacia
el Oeste; pero antes de llegar a los dominios de los Stafford, su rebelión ya
se había disuelto. Humphrey se acogió de nuevo a sagrado, en Culham. Esta vez,
sin embargo, no coló; lo sacaron de allí a leches y lo ejecutaron.
No terminó ahí la cosa. A principios de 1487, un cura de
Oxford, Richard Simons, pretendía haber liberado al conde de Warwick, cuya
figura, de hecho, había sido la principal disculpa de la rebelión de Lowell (y
el rumor de que había muerto, de hecho, el principal argumento para que los
conspiradores decidiesen marcharse a casa). Enrique, para contrarrestar el rumor,
hizo pasear por Londres al auténtico Warwick. A pesar de ello, Lamberto Sinmel,
el falso conde de Warwick, tenía sus apoyos. Con él estaban Geraldo Fitzgerald,
octavo conde de Kildare; Margarita de Bretaña; y Juan de la Pole, conde de
Lincoln. Los Kildare llevaban décadas siendo vice-tenientes de Irlanda y, por
ello, gobernadores in pectore. Cuando Enrique llegó al trono, Fitzgerald
le solicitó la consolidación de su poder irlandés, pero el rey, lejos de ello,
lo llamó de vuelta a Londres. Por lo que se refiere a Margarita, era hermana de
Eduardo de York y viuda de Carlos de Borgoña, y consideraba a los Tudor unos
meros usurpadores. El conde de Lincoln, por último, era hijo de Juan de la
Pole, duque de Suffolk, y de Isabel, también hermana de Eduardo; esto lo
convertía en un posible, aunque lejano, heredero de la corona inglesa.
En abril, Enrique ya esperaba una invasión que llegaría por
Essex. No se equivocaba. En mayo, Lincoln y Lovell se unieron en Dublín, junto
con 2.000 mercenarios alemanes pagados por Margarita. El 24 de mayo, esta
abigarrada tropa proclamó a Lamberto como Eduardo VI. Reforzados por una tropa
irlandesa aportada por Fitzgerald, los conspiradores salieron de Dublín y
desembarcaron en Furness, Lancashire, el 4 de junio. El día 8, Lincoln estaba
en Masham y había tomado contacto con Lord Scropes of Bolton y Lord Scropes of
Masham, ambos conspicuos ricardianos. En York, los Scropes contactaron con otras
fuerzas norteñas y, lo que es más importante, lograron que el conde de Northumberland
se quedase en casa, sin significarse. El 15 de junio, los invasores se
aproximaban a Newark.
Enrique, por su parte, se movía hacia el norte. El 11 de
junio alcanzó Loughborough, pero a partir de ahí ralentizó su marcha, sobre
todo porque esperaba a Stanley. El día 14 se le unió Lord Strange. En cuanto
Enrique tuvo información precisa de la marcha de Lincoln hacia Newark, avanzó
por su cuenta hasta acampar en Radcliffe, a unos veinte kilómetros. Con la
incorporación de las tropas de la familia Stanley, el rey tenía un ejército muy
superior. En la mañana del 16, la vanguardia enriquiana tomó contacto con la de
Lincoln cerca de Stoke.
Como es normal, sabemos poco de los detalles de la batalla.
Pero sabemos lo esencial. Lamberto Sinmel, que podría haber sido Lamberto I,
fue apresado por Roberto Bellingham, escudero del rey. Y sabemos que tanto
Lincoln como otros caballeros del bando rebelde murieron en la batalla. Lovell,
que parece disponía de una flor en el culo, logró escapar. Aparentemente, la
batalla fue ganada tan sólo por la vanguardia de Enrique; la asimetría de
fuerzas debía de ser la leche.
La batalla fue una verdadera limpieza étnica de enemigos del
rey. Además de Lincoln, y con la única excepción de Lovell, todos los
principales conspiradores murieron en la batalla, y esto sólo pudo ser porque
el rey dio la orden de no respetarlos. Curiosamente, el único conspirador
respetado fue Lamberto, el que pudo ser rey y fue pinche, puesto que, una vez perdonado,
se empleó en las cocinas del mismo rey al que había intentado deponer. Más
tarde aprendió otro oficio y se hizo halconero real.
En agosto de 1487, cuando Enrique Tudor realizó una triunfal
gira por los sonoros nombres del Norte inglés, York, Durham, Newcastle,
Pontefract, la Guerra de las Rosas pudo considerarse acabada. Fuera de Inglaterra,
cierto es, aparecería otro York impostor, Perkin Warbeck; pero, la verdad, en
el país le hicieron menos caso que a una directiva de la Unión Europea.
En fin. En una pasada serie que le dediqué a la peripecia de
Álvaro de Luna escogí el enfoque de afirmar que describía el parto de España. La
Guerra de las Rosas, o las guerras de las Rosas si se prefiere, son un poco lo
mismo, pero para Inglaterra. Inglaterra, un país orgulloso pero relativamente
poco importante hasta bien entrada la Edad Moderna, tuvo unos principios muy
dubitativos, siendo una tierra dominada por otros, fuesen esos otros
escandinavos, normandos o franceses. Sin embargo, gracias a su posición geográfica,
a sus posibilidades económicas y a la habilidad de algunos de sus reyes y
primeros ministros, estaba llamada a jugar un papel histórico de mayor relieve.
Para eso, sin embargo, precisaba nacer.
El nacimiento de Inglaterra comienza en la Guerra de las
Rosas, un acontecimiento que, por su importancia, tiene lógica que adopte
tintes tan míticos en la cultura británica. Mi idea particular es que nadie
puede decir que entiende a Inglaterra (ojo que hablamos de Inglaterra, no del Reino
Unido) si no se ha estudiado bien la Guerra de las Rosas, la reforma enriquiana
y el reinado de Isabel I. Sin estos tres hitos, no hay carretera. Inglaterra es
el resultado de un proyecto intensamente centrífugo que se vuelve, de una
manera casi supersónica, intensamente centrípeto. Es el mismo proceso que se
produce más o menos al mismo tiempo en España; por eso llaman tanto la atención
los cienes y cienes de movidas que escriben historiadores e historiadoroides
hispanos sobre nuestra identidad y nuestra esencia; los ingleses, que se vieron
sometidos a un proceso muy parecido, no tienen las mismas dudas que nosotros.
Quien piense que los ingleses de York, los de Kent y los de las Marcas
occidentales siempre se sintieron parte de un todo, es que no conoce la
Historia de Inglaterra.
Los orgullos siempre nacen de situaciones originalmente muy
comprometidas. Uno no suele estar orgulloso de lo que ha conseguido con la punta
del nabo. Uno suele estar orgulloso de aquello que ha conseguido a base de
sudar mierda. La Reconquista española costó un huevo; por eso España ha sido
siempre campeona de la catolicidad, nos guste o no. Y la creación de una unidad
inglesa que no se revolviese contra sí misma costó, también, un huevo. Costó,
más que nada, que un país que apenas estaba acostumbrado a contemplar batallas
sangrientas en su seno (son escasas las ciudades inglesas que tienen la clásica
urbanización circular de origen medieval, propia de las ciudades amuralladas)
no sólo se produjesen enfrentamientos en los que los muertos se contaban por
miles; sino enfrentamientos en los que aquéllos que estaban acostumbrados a
sobrevivir y ser liberados a cambio de un jugoso rescate fuesen rematados on
the spot. La Guerra de las Rosas es un drama inglés, un hecho inesperado. Pero
los ingleses no lo recuerdan como una catástrofe, sino que lo admiran como un
rito de paso.
Porque eso, exactamente, es lo que es.
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